De esas cenizas, fénix nuevo espera;

Mas con tus labios quedn vergonzosos
(que no compiten flores a rubíes)
y pálidos, después, de temerosos.

Y cuando con relámpagos te ríes,
de púrpura, cobardes, si ambiciosos,
marchitan sus blasones carmesíes.


Francisco de Quevedo


lunes, 19 de febrero de 2018

Los Muros de la Academia - Capítulo 1

Bueno, comparto en el blog dos noticias.

La primera, hice un video (con sus errores y problemas) del cuento "Rito de Paso". Debo advertir que la calidad del audio (y mi lectura, también es cierto) es algo mala, pero irá mejorando con el tiempo.

La segunda es que terminé ya la novela "Los Muros de la Academia", de corte fantástico y Steampunk. Dejo aquí dos fragmentos, uno del primero y otro del segundo capítulo.



1. La Magia de los Arcanos


Saturno 30, Ciclo 1782
A las afueras de Toledo

            — Ven, Baltasar. — Aliya lo jaló del brazo. — Vamos a ver a la vieja Laila. Hace días que quiero que me lea las cartas. — Se movía con la gracia de un ciervo. La conoció hace casi diez ciclos, y la magia de sus ojos grandes aún lo tenía encantado. Le era difícil resistirse a sus caprichos y las ferias científicas de la Academia solían atraer a gente de muchas y muy diversas regiones. Varios de los beduinos de los alrededores se habían congregado alrededor de Toledo.  — Vamos, mi amor. Sé que no crees en eso — dijo, mientras volteaba a verle con sus ojos de venado — pero seguro encuentras algo qué hacer. Escúchala. Aunque no creas en sus métodos, algo deben saber del mundo y del desierto. No habrían sobrevivido a tanto si no.

            No pudo decir que no. Veía su cabello negro agarrado en una sola coleta resplandeciendo bajo el sol de la ciudad. Se había enamorado de su piel morena en cuanto la vio, y podría jurar por Kósmon que cada ciclo le parecía más hermosa. Se resignó a acompañar a Aliya con la tal Laila. De cualquier modo, los beduinos solían cargar cosas interesantes, y mientras ella visitaba a la vieja adivina, pensó, él podría buscar en las antigüedades. Los vagabundos eran famosos en todo Muspel porque, nadie lo decía abiertamente, eran capaces de conseguir cualquier cosa. Los Relicarios habían prohibido que se hablara sobre ellos, pero sus capacidades para robar e infiltrarse a donde fuera eran legendarias. Más de una vez, Aliya había pedido que le llevaran plantas exóticas desde Thule o de Utgard, y algunos enanos de Skølsgarde y Gal’Naar traficaban descaradamente con ellos. Mucho del acero de la industria ferrocarrilera de Toledo, Granada y Madrid provenía de las minas de los enanos importado por los beduinos. Además, eran los únicos que se aventuraban a mar abierto y tenían rutas seguras en todo el mar Altair. Eran capaces de negociar con los orcos de Mares Dágon y Mares Anthal y tenían tratos secretos con los elfos. Eran, según decían muchos, un mal necesario. Había quienes aseguraban que era por ellos que Toledo había abierto su comercio y había pasado de ser un pueblo periférico y olvidado por la capital, Madrid, y se había transformado en una metrópolis capaz de competir con cualquiera de las otras provincias del enorme desierto del Sharran. Aliya frecuentaba a los vagabundos y conocía a dos o tres proveedores de drogas e instrumentos para los médicos toledanos. Baltasar no se dio cuenta a qué hora se alejaron tanto del centro. Del bullicio general de la feria de ciencia pasaron al griterío del mercado El Camello de Oro, un nombre que, según decían algunos, provenía de una vieja hermandad de la Primera Era. En la Academia, casi todo lo de ese periodo se descartaba por considerarse una época fantástica, con poco o nulo valor histórico, aunque Baltasar creía que había algo más; en casi siete ciclos de buscar y rebuscar en los textos comunes de la Sala Común, empero, jamás había hallado una pista al respecto. Llegaron por fin a la carpa que usaba Laila. Aliya entró primero. Él tenía miedo de que alguno de sus compañeros de la Academia los reconociera. Que los vieran en esa zona no le preocupaba mucho, pues todos habían comerciado con los beduinos tarde o temprano, sino, más bien, temía que alguien extendiera el rumor de que el catedrático y Hermano de la Academia, Baltasar al-Sarrás, había entrado a que le leyeran la suerte. Aliya se volteó molesta, lo miró unos segundos y, por fin, entró.

            Lo primero que notó al llegar fue el incienso y el sonido de unas campanitas que colocó la adivina para anunciarle que alguien había entrado. Menuda adivina, pensó, que necesita que le digan que vino alguien. El sol dorado de Toledo, que pintaba el exterior de un leve tono amarillento, se disolvía dentro de la oscuridad. Una cortina morada daba paso a un cuarto chico, sin otra salida que por donde habían entrado. Tardó unos instantes en adaptarse al lugar. Laila tenía prendidas varias varitas de incienso con olor a naranja y azahar a los lados. Una esfera de cristal yacía sobre una mesa de madera, un poco más adelante de donde estaban ellos. Baltasar asumió que la tardanza de la mujer se debía a su edad. Se escucharon otras campanas, procedentes de una puerta que no había visto y que debían conducir a una recámara personal. Una mano blanca corrió la cortina. La luz de las velas que había detrás les impidió observarla claramente, pero se percataron de que no era el cuerpo de una anciana el que salió del cuarto, cerrando la cortina tras de sí. Era una mujer joven. Mucho más joven que ellos. Asumió que sería una de las hijas o nietas de la adivina, pero se presentó como Laila. Era blanca, delgada y pelirroja. Tenía un velo azul, muy delgado, sobre los ojos, y sus orejas estaban cubiertas de diminutas cadenas y un par de aretes un poco más grandes, que era donde se conectaban todos los eslabones.
            — Bienvenidos. ¿En qué puedo ayudarlos?
            — ¿No sabes?
            — Oh, ya veo. Un Académico. Aunque es raro. Tu mujer también lo es. Bueno, tal vez a ti tenga que verte después. Viniste por ella. Y a ti mi amor, ¿en qué puedo serte útil? ¿Por qué me miras así?
            —Es que, bueno, esperaba a una anciana. Todo el mundo te llama la vieja Laila. Y además eres bonita. Muchos de los beduinos de los que nos hemos topado no hablan muy bien de ti y pensé que serías una bruja fea. —Se calló de inmediato. Baltasar notó cómo se sonrojaba su esposa. — Me llamo Aliya.
            — Encantada, Aliya. La gente me teme e inventa historias sobre mí. Me llaman puta, lengua larga, mujer sin moral. Yo les digo que sí, y que deberían quererse un poquito más, venir conmigo más seguido. Que si lo hacen rico, a lo mejor ni les cobro. Muchos salen despavoridos. Pero basta. ¿Qué necesitas, pequeña? — Baltasar le dio un pequeño apretón en la mano a Aliya, insinuándole que la adivina lo había fastidiado. Lo molestaba su aire de saberlo todo. La mujer no debía haber tomado un libro en su vida y se sentía con el derecho de insultarlos a él y a la Academia. Aliya volteó, asintió y le susurró que se verían después. — ¿Qué le pasa a tu hombre? Bueno, ya volverá. Sé que hay algo... — Eso fue lo último que escuchó. No podía sacar de ahí a Aliya, y aunque sin duda era muy arrogante, Baltasar sabía que sería innecesario buscarse un pleito con la mujer.


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